Yo (y más dos) en la orilla del
lago
Hace algunos días, tuve la
posibilidad de pasar una semana en una cada a la orilla de un lago. Las
anheladas vacaciones habían llegado. Descanso, noches muy bien dormidas, buenas
películas (algunas en verdad no tan buenas así), tiempo para dibujar, pintar y
leer, una bella vista para fotografías y un lago. Creo que lo más fuerte
realmente era el lago, allí en mi frente, tranquilo, en paz y agrandándose a
cada día. Agrandando, pues él estaba con poco agua cuando llegamos y durante la
semana se llenó unos buenos pasos en nuestra dirección.
En una de las tardes decidimos
“salir” a pescar (después de una tentativa de “navegar” en un bote chico que,
mismo con un óptimo resultado, tuve la sensación de que el bote se iba volcar y
solo cuando ya estaba en el medio del lago, solo, en un bote de plástico, me
acordé de que no tenia puesto el chaleco salva vidas – que bueno que mi mamá no
sabe leer en español). La idea fue tan buena y con resultados tan malos que
decidimos comprar tebo y aceptamos que pan mojado no atrae al pez y que él se
disuelve al primer minuto dentro del
agua.
Y allá estábamos, yo y más dos
hermanos de comunidad (sus nombres se mantendrán en sigilo por respecto a sus
dignidades de pesca, pero me atrevo a decir que uno estaba en su país natal y a
otro le encanta la chipa, basta mirar las fotos ahora). El frío ventaba sobre
nosotros, la oscuridad no me permitía ver más que tres metros del agua (puede
que sea porque soy miope o porque todavía no salía la luna, da lo mismo). Y
nosotros no fuimos capaces de tirar en anzuelo a más de cinco metros de
distancia, mismo con un buen equipaje de pesca. La única posibilidad era entrar
en el agua, pero el frio e el agua unidos se tornan “agua fría” y esas dos
palabritas son suficientes para cambiar cualquier deseo de pescar.
Bueno, dejando de lado un poco
las decepciones en la pesca, vuelvo al tema del lago, ya que era él mi gran
tema en aquella semana. Me llamaba atención como puede existir una imagen tan
bella como esa: una gran porción de agua en paz con un marco de montañas e el
sol haciendo el juego de luces entre el amarillo y el rojo en el azul del cielo.
¿Cómo puede algo tan majestoso estar en tanta paz? A mí también me encanta el
mar, pero él posee una vida propia y distinta con sus olas. Ya los lagos
transmiten paz. Y mismo cuando reciben sus visitantes en el verano, con sus
lanchas y esquís acuáticos, se agitan y luego vuelven a tener un tranquilo
espejo sobre si.
Mucha vida sobre sí con los
pájaros y nosotros (que intentamos sacarlo de su paz). Mucha vida dentro de sí
con los peces que no vemos (y tampoco logramos pescar). Mucha vida dentro de mí
al reconocer que no soy nada delante de algo como él.
Quisiera subir en el barquito que
está ancorado en mi corazón (que creo ser más confiable que aquél bote
amarillo) y lanzarme en el lago que está delante de mis ojos o, al menos no
limitarme a quedarse en la orilla por miedo del “agua fría” de la vida y
adentrarme unos cuantos metros a pata pelada sintiendo entre los dedos del pie el
barro que sostiene esa vida y en mis frágiles piernas esa “agua fría” que nada
más es que la vida. Basta algunos minutos con el agua hasta las rodillas para
acostumbrarse al frío y sentirse dentro de la vida. Y si la vida me enviar un
resfriado, el me recordará lo bueno que es empaparme de vida.
Y a mis hermanos (que no revelaré
sus nombres, sólo puedo decir que uno es tocayo del hijo de Dios y el otro el
que se quedó al pie de la cruz del anterior) espero que en la próxima al menos
logremos pescar algo y no solo ahogar los pequeños gusanitos en nuestros
anzuelos.
Como visto, eramos cinco. Pero los otros dos no se animaron al intento de pescar. Así que no los cito como personas directamente participantes del ocurrido. Aún que fueron de suma importancia al contexto general de la semana.
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